La Orden Cartuja
La Querella de las Investiduras (1075- 1122) provocó un importante movimiento de renovación espiritual que reaccionó contra el laicismo, la relajación de las costumbres y el excesivo apego al poder temporal mostrado por amplios sectores de la jerarquía de la Iglesia católica. Y como suele ser frecuente en estos procesos históricos, en el seno de ese amplio movimiento, surgieron ensayos de naturaleza diversa, pero que, sin embargo, compartían la necesidad de exigir al clero una pobreza efectiva, una mayor austeridad, una clara independencia frente al poder civil y una vuelta a los orígenes de la fe cristiana.
Algunas de las figuras de este movimiento se alinearían más con la tradición benedictina y otras, como es el caso de Bruno de Colonia (1030-1101), se decantaron decididamente por una vida en soledad con el propósito de revivir el eremitismo de los antiguos padres del desierto en los primeros siglos del cristianismo. Y ello, a pesar de que Bruno con anterioridad había desempeñado importantes cargos eclesiásticos en Reims, la diócesis primada de Francia. Bruno ha pasado a la historia como el fundador de la Orden de la Cartuja; aunque, sería más exacto decir que fue el iniciador de un género de vida monástico que con el tiempo se convertiría en la Orden de la Cartuja, una orden que gira alrededor del concepto de desierto instituido.
El desierto es un símbolo muy poderoso en la narración cristiana, que remite a Juan Bautista y al propio Jesucristo. El desierto significa, más que ausencia del hombre, presencia plena y comunión perfecta con Dios. Y como a veces es difícil ir al desierto, puede optarse por buscar el desierto en lugares habitados. Esta soledad compartida instituye un desierto organizado, la cartuja, que se convierte en el estado perfecto de vida espiritual: la del ermitaño que vive su espiritualidad en comunidad, entregado a la oración, sin necesidad de preocuparse por las tareas cotidianas. Vida eremítica en un cenobio. Para hacer posible este paradójico territorio de gracia es necesario, por una parte, establecer una comunidad compuesta por monjes, conversos y donados; y, por otra, desarrollar un programa constructivo que dé respuesta a las necesidades espirituales de la congregación.